Por qué la mayoría de los retratos son iguales y qué nos estamos perdiendo
Al alinearme con nuestro yo superior a través de la experiencia de ser visto de verdad, creo obras tan personales y poderosas que transforman la forma en que la gente se ve a sí misma y cómo se la recuerda. Con ello, pretendo devolver el retrato al lugar que le corresponde: como una forma de legado, reverencia y arte.

Seamos sinceros: hoy en día, la fotografía de retrato se utiliza sobre todo como herramienta de documentación.
Capta cumpleaños, hitos, graduaciones y reuniones familiares: momentos para recordar. Lo valoramos porque congela el tiempo. En ese sentido, cumple su función. Pero hay un peligro oculto: con el tiempo, incluso nuestros retratos más significativos empiezan a parecerse.
Hay una fórmula.
Una mirada.
Una risa.
Una sonrisa perfectamente iluminada.
Y si somos sinceros, la mayoría de ellas se confunden.
Incluso en el estudio, la mayoría de los fotógrafos se esfuerzan por recrear lo que el iPhone ya hace tan bien: la alegría espontánea, la risa, la conexión. Fabrican estos momentos con humor, mucha energía y simpatía. Y funciona. Las fotos resultan familiares. Resultan simpáticas al instante.
Pero rara vez profundizan.
Hemos llegado a esperar una sola cara de nosotros mismos en las fotografías: la versión alegre, simpática y complaciente. Y al hacerlo, perdemos algo profundo: nuestra quietud. Nuestra fuerza. Nuestra esencia.

Creo que el verdadero poder del retrato no procede de la documentación, sino de la devoción.
Del espacio que ocupamos.
De la forma en que permitimos que alguien sea visto no sólo como parece, sino como es.
Porque el legado no está hecho de sonrisas perfectas.
Se hace con la presencia.
Está hecho de la tranquila dignidad de ser visto.
No una vez. No fugazmente. Sino plenamente.
Si tienes curiosidad por experimentar una sesión de retrato, o simplemente quieres compartir tus opiniones, me encantaría que me lo dijeras.